Adrian Aguirre
-Manifiesto-
“(…) desde los comienzos mismos del arte, la materialidad animal estuvo en juego: en efecto, (…), recordemos que toda la pintura clásica depende de los pigmentos animales (insectos, moluscos, huevos) y de pinceles fabricados con pelos de diversos mamíferos. Es decir, los animales siempre estuvieron literalmente presentes en el arte y no solo en cuanto metáforas.”
Paula Fleisner[1]
¡No hay trazo sin cadáver mineral, animal o vegetal!
Cada color que destaca en las rocas, en los retablos y en lienzos es la condensación de materialidades arrancadas, de agencias no humanas silenciadas y aplastadas. Algo es de suyo evidente: pintar no es imitar (mimesis), tal y como pensaba el filósofo estagirita, no es representar, más bien, es ex-ponerse una y otra vez a cuerpos minerales, animales y vegetales heridos.

El ocre rojo y amarillo que dieron forma a las pinturas de Lauscaux y Altamira es la tierra misma que sangra en la roca. El color negro presente en tales cuevas no es vacio: es grasa animal hecha humo, es hollin de cuerpos quemados. Esto es, cada trazo oscuro lleva consigo la memoria de la combustión de lo vivo reducido a ceniza, convertido en materia pictórica. El negro de humo no es solo ausencia: es presencia animal, memoria oscura que aun respira en la roca.
El blanco más opaco, fabricado por los griegos, no nació de la pureza, sino del encierro y de la podredumbre. Plomo apilado, vinagre que corroe, estiércol animal fermentado. El albayalde es blanco de violencia química, opacidad nacida del metal en descomposición junto al excremento. El mito de su pureza se sostiene sobre la alianza tóxica de lo animal y lo mineral. Algo huele mal.
En el púrpura de Tiro, pigmento perfeccionado en Grecia y Roma, reservado a emperadores, encontramos el crujir de miles de moluscos sacrificados.
El lapislázuli ultramar es la montaña afgana convertida en mercancía sagrada, atravesando rutas imperiales para cubrir el manto de la Virgen Maria en las pinturas renacentistas.
El carmín del Barroco es el cuerpo triturado de millones de insectos arrancados de las tierras sudamericanas luego de la conquista. La cochinilla murió para alimentar el rojo del lujo europeo.
La modernidad industrial expandió el color, pero cada nuevo resplandor trajo veneno. El azul de Prusia democratizó el azul, pero nació de accidentes químicos. El verde de Scheele y el verde esmeralda, cargados de arsénico, colorearon telas y lienzos al precio de envenenar cuerpos obreros, aguas y ecosistemas. La modernidad prometió intensidad cromática, y entregó toxicidad compartida: belleza tóxica, lujo envenenado, naturaleza herida por el metal.
Los acrílicos modernos son vida fósil destilada en plástico, petróleo convertido en brillo fluorescente.
Rechazamos la ingenua creencia de que el color es neutro. Ya que cada pigmento es un ensamblaje entre materia, muerte, comercio y culto.
Proclamamos una historia otra del pigmento, del color, de la pintura:
Que atienda la violencia contra lo no humano.
Que recuerde la masacre de moluscos, el extractivismo salvaje en la montaña afgana, la explotación de insectos sudamericanos.
Que de cuenta de aquellas existencias reducidas a polvo cromático.
Afirmamos: pintar es con-versar. Es por ello que pintar implica un movimiento: acaso un estar tendido, vuelto, re-vuelto.
Pintar trae consigo, junto al “con” de la con-versacion, una a-tensión y un ex-ponerse al otro: a lo animal, lo mineral y lo vegetal.
En tanto que pintores: ¿no estamos vueltos una y otra vez a la pintura? En todo caso ¿no nos volvemos a lo no humano desde siempre?
Asombro, a-salto, sorpresa ante semejante interrogación que se nos impone: ¿re-vuelta en el pintar junto-con lo animal, lo vegetal y lo mineral?
Pintar, girar revoltosamente. Danzar sin cesar en torno a la pintura, esto es, junto-con lo no humano. Cambio en el gesto y en la a-tensión, afinamos el olfato y nos tendemos a su escucha: “eso” murmura y ex-pone su herida.
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¿No se huele el humo de la grasa animal en la roca de las cuevas de Altamira? ¿No se oye acaso el crujir de miles de cochinillas trituradas en las telas de Rembrandt? ¿No se siente y palpa el peso de la roca en el velo de la Virgen pintada por Botticelli? ¿No flota en el ambiente de las pinturas de Cezanne y Van gogh algo de arsénico?
Exigimos un pintar que de cuenta del sacrificio y de la sangre puesta en juego en el color.
Un pintar que reconozca la agencia de la materia.
En suma, un pintar que a-tienda, que exponga y que se ex-ponga, que no oculte las llagas, que con-verse con lo no humano.

Me vuelvo y re-vuelvo una y otra vez en torno a ello:
pintar es ex-ponerse ante la herida siempre abierta del pigmento…

[1]Paula Fleisner, “El animal como medio. Notas sobre políticas artísticas”, Tabula rasa, 31, 2019, 77-97.